Nos vamos a Alaska, pero con un susto

Después de muchos meses de trabajo y ahorro echábamos a rodar. Nuestro próximo viaje nos llevaría a través de las provincias canadienses de Columbia Británica, Alberta y Yukón hasta Alaska a lo largo de la famosa Alaska Highway. Serían al menos dos semanas en los que asombrarnos con los paisajes, encontrarnos con animales que nunca habíamos visto y volver a sentirnos viajeros.

ETAPA 1: DESDE PENTICTON A HINTON


Habíamos pasado muchos meses en el viñedo y en la pequeña ciudad de Penticton, donde nos habíamos sentido muy a gusto. Nos daba pena dejar a Sal y su familia, pero por otro lado estábamos excitados con la idea de volver a viajar y conocer rincones del mundo nuevos para nosotros. Ya teníamos preparado el coche para que además fuera nuestra casa los próximos cinco meses, por lo que nada nos podía parar ya.

Nuestro primer destino iban a ser las Montañas Rocosas canadienses. Ya habíamos estado viviendo en Jasper durante el pasado noviembre, cuando comenzaba el crudo invierno, y ahora lo hacíamos en plena primavera, por lo que el paisaje cambiaría bastante. Pasamos la primera noche durmiendo en Abedul en uno de las numerosas zonas de acampada gratuitas de la Columbia Británica antes de adentrarnos en la sucesión de Parques Nacionales de las Rocosas.

Nuestro segundo día en ruta sería un día de contrastes. Comenzábamos la jornada visitante el Parque Nacional del Monte Revelstoke, una carretera que asciende casi hasta el pico de este monte. En función de la época del año y de las condiciones meteorológicas esta carretera te dejará llegar más o menos lejos. Existen varias rutas de senderismo que también te permiten adentrarte en los bosques y varios miradores con vistas al valle, en una subida no excesivamente dura. Sabíamos que no iba a ser el Parque Nacional más espectacular que veríamos en el viaje, así que estaba bien ir abriendo boca con un aperitivo.

El "Broken Bridge", una de las pequeñas rutas de senderismo de este Parque.
El primer gran Parque que visitaríamos sería el Parque Nacional de Glacier, ya de pleno en las Rocosas. Si no eres un amante de las grandes rutas de senderismo desde la carretera se pueden hacer varias caminatas cortitas en las que visitar una laguna o un bosque repleto de enormes cedros. Y fue precisamente en esta última donde nos llevamos el palo: de repente, sin previo aviso, Abedul no arrancaba. Después de la experiencia en Nueva Zelanda con la Delica volvieron a nuestra cabeza muchos amargos recuerdos. Un hombre que pasaba por allí le echó un vistazo y, sin mucho vacilar, dedujo que era un problema con la bomba de la gasolina. Exactamente el mismo problema que habíamos tenido en Nueva Zelanda. No nos quedaba otra que llamar a la grúa. Por suerte, al ser miembros Premium del BCAA el servicio de grúa hasta Banff no saldría gratis.

La grúa llevándose al taller a un enfermo Abedul.
Por el camino vimos a nuestro primer oso negro, un poco lejos, pero el estado de ánimo en el que estábamos no nos dejaba disfrutar de ese momento. La verdad que había sido un palo que rompiera al segundo día, aunque viéndolo bien nos alegraba que hubiera sido ahí y no en mitad de Alaska o Yukón, donde hay menos servicios y arreglarlo sería mucho más caro. O no.

Llegamos a Banff y Oriana y Miguel nos acogieron con una cálida hoguera a la orilla de un lago y unos cuantos perritos calientes, además de las habituales charlas y risas. Por suerte podríamos estar en su casa hasta que el coche estuviera arreglado. Eso tardaría unos días, así que a la mañana siguiente visitamos los lagos Peyto y Moraine y sus espectaculares colores. Ambos lagos son de los lugares más visitados del Parque Nacional de Banff y cuando estás allí todo cobra sentido. El entorno es espectacular, con las escarpadas montañas rodeándote y ese tono azul intenso en el caso del Peyto y tonos turquesas en el Moraine. La propia carretera que te lleva hasta ellos ya es un espectáculo y puedes parar tu coche a un lado y disfrutar del paisaje. La nieve ya se estaba poco a poco retirando, pero aún quedaba lo suficiente para adornar de blanco el paisaje.



Lago Peyto (arriba), Bow (centro) y Moraine (abajo).
Los siguientes días los pasaríamos en Banff esperando a arreglar el coche. Los mecánicos en este pueblo deben estar muy saturados de trabajo, porque sólo te atendían a los dos o tres días de llegar. Y para colmo teníamos que estar encima de ellos, llamándoles para que nos lo miraran y arreglaran lo antes posible. Por fin, un viernes por la tarde estaba arreglado y listo para ser conducido, justo cuando parecía que tendríamos que pasar el fin de semana allí. Volvíamos a estar listos para rodar.

A la mañana siguiente nos despedimos de Miguel y Oriana hasta que nuestros caminos se volvieran a cruzar. Nos dirigimos de nuevo al oeste, para retomar la visita a los Parques Nacionales de Columbia Británica empezando por el Yoho, apenas a una hora y media en coche de Banff. Este parque, muy desconocido al tener que compartir espacio con Banff y Jasper, tiene algunos lugares muy especiales. Es lugar de varias excursiones para los turistas que se alojan en Banff, así que es normal encontrar algunos de estos lugares muy saturados, en especial el Emerald Lake. Este lago hace honor a su nombre y sus aguas te deleitan con un tono esmeralda que incluso en un día nublado resulta embriagador. También nos encantó el encuentro entre los ríos Horseshoe y Yoho, un punto donde las aguas alcanzan una velocidad que te hace pensar que en cualquier momento desbordará y te llevará por delante. Todo en las Rocosas adquiere una dimensión mayor.



El Natural Bridge y el Lago Emerald, en el Parque Nacional de Yoho.
Condujimos de vuelta a la Icefield Pathway, la carretera que conecta con los pueblos de Banff y Jasper, que es posiblemente la más increíble que hayamos conducido nunca. En la Columbia Icefield, justo en la frontera entre ambos parques, se tienen unas vistas preciosas del glaciar Athabasca y en su centro de Información hay wifi y una cafetería para hacer una parada técnica. Nuestra intención era llegar hasta Jasper ese mismo día y visitar el cañón del río Maligne, a las afueras del pueblo.

El glaciar Athabasca, desde el Centro de Visitantes.
Llegamos al cañón ya de tarde, pero por suerte en estas latitudes y a estas alturas del año el sol permite una tregua y nos regala varias horas de luz, así que pudimos visitarlo con cierta tranquilidad. El camino que bordea el río Maligne es bastante sencillo y puede llegar hasta las 2 horas ida y vuelta, en función de lo que cada uno quiera ver. Consta de seis puentes que lo cruzan y la ruta está programada para que calcules hasta qué punto llegar y volverte. Nosotros los hicimos hasta un poco más lejos del cuarto puente, pero lo más espectacular estaba al comienzo de la ruta. Las paredes del cañón se estrechan y las aguas aceleran, viéndose y oyéndose todo a más de 15 metros de altura. En invierno este cañón es visitable con rutas en las que puedes caminar sobre el agua helada del río. Debe ser espectacular, pero por desgracia nos fuimos de Jasper antes de que se pudiera hacer y ahora en primavera ya era tarde.

Con la visita al cañón acababa nuestra primera etapa y poníamos rumbo a Hinton. Habíamos disfrutado mucho del espectáculo que nos brindaba la naturaleza canadiense, aunque lo habíamos hecho en los Parques Nacionales más turísticos. Pero también decidimos que el percance con Abedul no nos iba a privar de disfrutar de este momento tan especial que teníamos la oportunidad de disfrutar. Aún nos quedaban muchos kilómetros por recorrer, muchas montañas que admirar y muchos animales que fotografiar.

Puedes leer todas nuestras entradas de este viaje en este enlace.


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