Papeles

Mi cuñada lo había llamado un “detox” y yo no tenía ni idea de a qué se refería. Que me iba a desintoxicar de redes sociales y aparatos, decía. “¿Intoxicado yo?”, le había preguntado, y me respondió con algo acerca de meditaciones y de monasterios en India, o Indonesia, no sé, o en un pueblo de Madrid, en que estás callado muchos días sin contacto con el exterior. 

- Yo sólo quiero viajar como se hacía hace veinte años, déjame de cosas raras – le respondí, volviendo a tratar de enderezar la conversación a lo que me interesaba, que eran las recomendaciones.



Efectivamente mi intención no era otra que pasar cinco días agradables sin la necesidad de usar para nada las redes sociales ni el teléfono móvil, que por supuesto quedaría guardado en casa. Me armaría de un mapa, una guía e incluso había rescatado una vieja cámara a carrete del trastero de un amigo. “Sentir la adrenalina del miedo a una foto mal hecha”, me dijo.

El primer palo me lo llevé aquella misma tarde, en la reunión de amigos que había organizado para oír consejos y advertencias, al preguntar qué lugares no me podía perder, dónde podría comer sin sentirme atracado y qué barrios era mejor no pasear a según qué horas. Traté de sacar el mapa pero tres pantallas iluminadas me asaltaron. Un montón de dedos se deslizaban sobre ellas, señalando lugares. Mi cuñada abrió esa aplicación de fotos para enseñarme esas fotos tan “cool” (juro que usó esa palabra) de aquella ciudad. Traté, sin éxito, de involucrarles en mi viaje: nada de pantallas, ni internet, sólo palabras, mapas o libros.

Empezaba a apreciar mi reto como algo snob, y no tardé en dudar de su utilidad que ciertamente no era otra, como dije, que alimentar mi ego. Cuatro tiendas de fotografía después me había hecho con cinco carretes fotográficos. Mi tren partía a la mañana siguiente.

Conocía el país y el idioma, así que no me era una plaza desconocida. Bajé del tren y me dirigí a una oficina de turismo a pedir un mapa para orientarme y observé que durante esa semana tenía lugar un concurso de fotografía en la ciudad con un suculento premio de 100€ y cena en uno de los mejores restaurantes del país (eso decía mi guía). Suponía la respuesta a mi pregunta, pero no la cara que las dos jóvenes pusieron cuando les sugerí si el concurso aceptaba fotografías en papel. “

- Tienen que subirse a la aplicación y promocionarlas con el hashtag oficial. La idea es que se compartan y así llamar la atención de la gente para que vengan. 

Lo peor de todo es que tenía todo el sentido del mundo y yo mismo me había buscado esa pequeña humillación en forma de susurros y sonrisas que sentí clavarse en mi nuca (y mi orgullo) al girarme y encarar la puerta de la estación.

Un pequeño hotel del centro de la ciudad era mi objetivo. Coqueto, no excesivamente caro y bien ubicado, según la recomendación de una amiga. Casi me suplicó que hiciera la excepción de probar a reservar por internet. “No te arriesgues”, me dijo, pero quise hacerle entender que no sólo era un viaje en el espacio, si no que también trataba de serlo en el tiempo. 

- Tiene usted suerte – me respondió el recepcionista en un perfecto castellano con un toque de acento local –. Es temporada baja y el hotel no está lleno. ¿Español verdad? Mi madre es de allí, de un pueblo de Andalucía. ¿Sabe qué? Si reserva por nuestra web tiene el desayuno incluido.

- ¿Y si lo reservo aquí no? – la idea del desayuno fue clave.

- Es sólo una oferta web.

- Y no tienen ofertas de recepción – ironicé. Quería el desayuno gratis, lo admito.

- Puedo hacerle la reserva a través de nuestra web, si quiere.

Acepté de buen grado pensando en que no había sido yo quien tecleaba el ordenador y en el desayuno que disfrutaría a la mañana siguiente.

Paseé por la ciudad, visité museos y comí en buenos restaurantes, pequeños, que me pedían que por favor escribiera una reseña en internet. Eso me hizo reflexionar sobre mi objetivo aquellos días. Había tenido una buena atención del recepcionista del hotel y la comida era exquisita y sentía cierta necesidad de devolverles aquello. ¿Podría acabar mi detox al volver a casa y escribir esas reseñas?


La respuesta a todo me llegó a través de una vieja librería. Me interesó mucho su dueña, una anciana de cara sonriente, ordenando unos libros que nadie habría tocado en años. Al verme pasear admirando los estantes llenos de polvo me indicó hacia una puerta que debía dar a otra sala:

- Es arriba – le entendí.

- ¿No es aquí la tienda? – pregunté, pensando en que igual estaba en algún almacén.

- Por la escalera. Arriba – volvió a insistir.

Me dirigí a la puerta y me alegré al ver a otros turistas ojear libros y postales. Subí la escalera, dejando pasar a quienes bajaban, sonrientes. Y allí estaba: una terraza con muebles de madera vieja, flores, algunos libros amontonados y unas increíbles vistas a la ciudad. Jóvenes y mayores, posando despreocupados, se fotografiaban. Yo había visto ese lugar antes, en aquella aplicación de fotografías, cuando mi cuñada me dijo que era un lugar cool.

Y entonces entendí que, bajo mis pies, aquella señora tenía la librería más visitada de la ciudad. Mantenía sus estantes polvorientos, pero a su lado vendía postales, fotografías, guías y tenía un pequeño café donde también se fotografiaban los turistas, bien a ellos con los libros de fondo o directamente a sus tazas y pasteles. Alguien se fotografió allí y popularizó el lugar y ahora permite que esa librería, que en circunstancias normales habría cerrado hace años, siga abierta.

Tomé un café, compré un par de libros y me marché. Al llegar a casa iba a escribir una reseña del hotel y de lo amable de su recepcionista.

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