Un desvío

Juro que no sé cómo había acabado metido en aquel embrollo. Ana me había pedido su ayuda para una investigación de su doctorado, supuse, y alteré un poco mis planes. Planeaba bajar desde Zacatecas a San Luis Potosí, pero no me importó desviarme hacia Guanajuato un par de semanas antes de lo previsto. Y ahora me veía de repente corriendo por los callejones, acelerando el paso, pendiente de que aquel tipo.


“Qué mejor manera de celebrar que tu tesis ha resultado casi perfecta que seis meses de mochilero por México, sin las obligaciones del investigador”, había pensado un mes antes al aterrizar en San Diego. Visitaría playas, desiertos y junglas, pero sobre todo volvería a esos lugares que había plasmado en dos años de documentación, de escritos y noches de café y libros bajo la luz de un flexo. Relajadamente.

Cuando me reencontré con Ana en Zacatecas la idea era pasar unos días paseando por la ciudad. Frente a la portada de la catedral, contando las hojas de parra talladas en los capiteles, su frase, seca, me desconcertó:

- ¿Y si todo fuera mentira?

- Bueno, son hojas hechas con piedra, no son de verdad – respondí lo que en aquel momento me pareció más lógico.

- Me refiero a la Historia de México, a la que siempre nos contaron. A la que estudiamos tú y yo – se giró hacia mí-. Necesito que me ayudes.

Una hora después trataba de bajar el tono de mi voz. Rodeado de las coloridas mesas de Doña Julia intentaba hacer ver a Ana lo estúpido de su idea mientras ella daba cuenta de media docena de gorditas. Quería dar un nuevo enfoque a su investigación y había un par de documentos en Guanajuato que necesitaba, pero que a ella le sería imposible obtener. Lo que no entendía es por qué pensaba que para mí sería más fácil teniendo en cuenta que debían ser robados.


Tres días después allí estaba yo, siguiendo un mapa, en una de las cunas de la Independencia mexicana, tratando de ayudar a una amiga a desmontar todo a lo que había dedicado mis dos últimos años.

- Hola, tengo pase de investigador. El profesor Marcos me autorizó a visitar la Sala Hidalgo – el bedel de la Alhóndiga me miraba extrañado.

- Ahí no más se puede entrar con un permiso federal, señor.

- Bueno, don Rodrigo me aseguró que un decano de una facultad de la Universidad Nacional Autónoma de México debería valer para visitar esa sala. – seguía los pasos que Ana y el profesor me habían dado. – Entienda que no puedo traer una autorización directa de la Secretaria de Cultura.

Y sorprendentemente allí estaba, en una sala que guardaba legajos que no me habían sido permitidos estudiar en su momento, tratando de abrir una puerta con una llave oxidada. Me habían asegurado que esa puerta se abriría fácilmente, pero obviamente esto no iba a ser tan sencillo. Me habían dado media hora de visita y llevaba ya veinte minutos tratando de abrir la maldita puerta. “Debí haber empezado el viaje en Cancún, joder”, me repetía a cada intento. Cuando la puerta se abrió corrí hacia la pared izquierda, estante tercero por abajo, segunda puerta a la derecha, primer tomo a la derecha. Lo agarré con cuidado y lo guardé en la bolsa sellada que me habían dado y lo introduje en el doble fondo que la americana tenía en la espalda, donde debía disimularse mejor.

Al salir y recoger mi teléfono móvil noté que el bedel me inspeccionaba con su mirada.

- ¿Todo bien allá adentro, señor? ¿Encontró lo que buscaba?

- Más o menos, - respondí firme -. Que tenga usted un buen día.

Y salí a la calle. El calor de la ciudad me golpeó y ya venía acalorado de la experiencia de robar un documento histórico. El mapa me indicaba un camino sencillo que conocía bien de mis visitas a la ciudad. No me gustó pensar que aquella misión debía acabar, como Ana y el profesor Marcos me habían indicado, en un panteón del cementerio. Y al salir de la Alhóndiga le vi a lo lejos. Noté esa mirada directa que las personas fijan en otras cuando saben que han hecho algo malo. Tuve que desviar mi camino y no tomar la Avenida de la Insurgencia, sino girar hacia Positos. Conocía bien la zona de la Universidad y la Basílica y sabía que entre el gentío y un par de callejones podía darle esquinazo.

Confirmé que me seguía y entonces aceleré el paso. Giré al llegar a la escalinata y tomé dirección a la Plaza de San Fernando. Noté en los callejones en torno a la iglesia de San Roque que le tenía a la distancia suficiente para correr y no ser alcanzado, así que tomé la Avenida de Benito Juárez a toda velocidad, seguí por Tepetapa y eché la vista atrás. Había sido atleta de fondo en mi adolescencia, pero confiaba demasiado en mis capacidades físicas; en realidad llevaba años siendo un ratón de biblioteca. Cuando llegué a la calle de los Angelitos giré y comencé a subir la cuesta hacia el cementerio. Apenas 20 metros me separaban de mi perseguidor.

Encontré la puerta del cementerio abierta y giré a la izquierda, buscando un panteón con una cruz y un ángel. “Muy original”, pensé, pero lo cierto es que allí estaba, al fondo. Saqué fuerzas y entré, apenas un segundo antes de cerrarle la puerta en las narices al tipo. Entonces bajé la escalera muy lentamente, tanteando las paredes. Al llegar abajo abrí una pesada puerta y me llevé el mayor susto de mi vida: una cara horrible me miraba de frente con un gesto de dolor. El grito que di alertó a Ana, que apareció en seguida y encendió una luz. Pude ver entonces que estaba en el Museo de las Momias.

- Vámonos - me dijo-. Ahora es cuando la cosa se va a poner bien fea.

“Sí, debí haber empezado por Cancún”.
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