Sentía su abdomen contraerse bajo mi cuerpo. Debo admitir que me hacía cierta gracia notarle moverse inquieto e incluso oírle jadear aceleradamente. Él debía pensar que estaba siendo sigiloso, pero me habría despertado incluso de la muerte con tanto temblor.
Lo hago siempre que puedo y no es algo de lo que presumir, pero les voy a confesar algo: me gusta dormir sobre los humanos. Las noches en el desierto son frías y el calor de un cuerpo me ayuda a conciliar el sueño. La mejor elección es siempre la de los senderistas que acampan en mitad de la nada, alejados del mundo, donde sus gestos angustiosos no pueden ser vistos por nadie. Me temen.
No saben que soy totalmente pacífica, por eso me temen. Durante el día les notas mirarte con desprecio, pero nunca muestran miedo. Se alejan si te acercas, pero luego se vuelven agresivos, dispuestos a golpearte en la cabeza con lo primero que pillen. Ellos saben que les podría matar con apenas un pequeño mordisco. Un simple segundo y pasarían horas de sufrimiento. Sentir su fina piel crujir bajo mis colmillos, el sabor a sangre en mi lengua, y mi veneno comienza a circular por sus venas. Primero el pánico, luego los sudores, la fiebre y finalmente un sueño del que no van a despertar. Pero no somos así.
Le noto mover los brazos y muevo rápidamente mi cola. Es mi momento favorito. Se paralizan. Un pequeño sshh y sientes que le dominas. Ninguna de nosotras tiene intención de matarles. Tenemos una vida muy sencilla y tratamos de no cruzarnos con ellos. El desierto es muy grande y puedes pasar toda una vida sin verles, pero al final alguno acabará cruzándose en tu camino. Te alejarás y te irás a un lugar tranquilo, a la búsqueda de algo que comer, algún pequeño roedor con el que luchar a muerte para sobrevivir unos días más. Pero tarde o temprano ellos aparecerán.
Nos desprecian. A nosotras y a muchas más. Nos cazan, nos disparan por diversión, nos despellejan vivas. Por eso disfruto estos momentos, mientras le noto comenzar a gimotear. El pánico le hace llorar. Dicen que cuentan historias sobre nosotras, que siempre somos malvadas, y por eso nos quieren matar. Pero sabemos que matan a muchas más. Lo hacen por diversión. Ah, su corazón se acelera. Empieza a palpar la lona de la tienda buscando la cremallera. La abrirá rápido y huirá. Es la forma más inteligente de deshacerse de nosotras, porque piensan que son rápidos y sutiles. Siempre tan egocéntricos. Podría girarme sobre mí misma y mirarle directamente a sus ojos empapados en lágrimas. Avanzar reptando sobre su pecho húmedo de sudor y posarme sobre su cara. Aprovechar la pequeña rendija que dejó abierta antes de caer dormido y salir tranquilamente a disfrutar del amanecer.
Pero esta es siempre una guerra que perderemos. Todas nosotras. Podría matarle y no lo hago. Simplemente duermo. Durante horas hemos compartido la tienda y su calor, pero siempre me temerá. Saldrá de aquí y me odiará. Pero ya me odiaba antes. Nunca nos había visto y sentía miedo y odio hacia todas nosotras. Hemos perdido.
Creo que va a salir. Le dejaré huir y me marcharé. Ahora sí que su corazón se está acelerando. Noto el sonido de la cremallera subir lentamente. Me quedaré quieta. El sonido ha parado y empieza a mover sus piernas. Las encoge. Es listo. Y sale, rápido, aunque torpe. Me ha empujado con sus manos y ruedo por el suelo de la tienda. Me gustaría agradecerle la noche que me ha hecho pasar. Decirle que dormir en agujeros de arena está bien, pero que su calor es un lujo. Que muchas más como yo querrían compartir este espacio con él. Que, si él quiere, puede dormir totalmente cubierto de muchas como yo. Sonrió para mis adentros imaginando su cara y su respuesta.
Me arrastro por el suelo y salgo a la luz del sol, aún débil. Distingo su silueta y parece que agarra algo. Se lo acerca a la cara. ¡Será desgraciado!
Sé que muchos pensáis que lo merezco, pero yo sólo quería dormir. Me alejo lo más rápido que puedo y oigo el disparo detrás de mí.
Este relato participa en el Concurso de historias de animales de Zenda.
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