Las huellas del pueblo


Oigo los gritos de los niños en la plaza, sus pequeños pies pisando con fuerza en los viejos adoquines, los balones golpeando la pared de la parroquia y al padre Ernesto gritarle a los adultos que reprendan a esos pequeñajos. Lo puedo oír nítidamente, mientras el sol cae a plomo y aprovecho la pequeña sombra que el viejo roble nos sigue regalando en verano. 

Creo que me quedé sordo hace algo menos de un año, pero sigo creyendo oír esos sonidos que me trasladan a mis años de cachorro.

Don Antonio aún habla conmigo, ya con una voz débil, que mis pobres oídos apenas distinguen. Pasamos la mayor parte del día juntos. Y los días se convierten en semanas y las semanas en meses. Ocho en concreto, los que hace que Doña Elvira nos dejó. Tenía 92 años y Don Antonio me acogió en su casa como favor a su vecina de tantos años. Me llama Tote en vez de Rote, pero qué le voy a decir ya.

Hoy es jueves y es el día del libro en el pueblo. Doña Elvira lo llamaba así porque viene esa furgoneta repleta de libros y esas chicas tan majas nos hacen compañía. Doña Elvira sí leía, pero el señor Antonio hace años que perdió el interés en la lectura. Apenas puede ver y le cuesta mucho leer incluso las cartas que le llegan. Las chicas se bajan de la furgoneta y Don Antonio se acerca a paso lento.

- ¿Qué tal todo Don Antonio? ¿No vienen sus hijos y sus nietos este verano?
- Qué va – nunca fue persona de muchas palabras.
- Bueno, a ver si se pasan por aquí unos días y le hacen compañía, que los niños le alegran a uno la vida.
- Veremos.

Los nietos y bisnietos de Don Antonio llevaban dos veranos sin venir al pueblo. Su hijo mayor vino poco después de morir Doña Elvira. Le preocupaba que su padre se quedara sólo y lo quería llevar a algún lugar en la ciudad.

- Sólo no estoy. Estoy con él – le respondió señalándome con sus gruesos dedos.

Le llamaba por teléfono cada noche y siempre le explicaba lo difícil que se le hacía llevar a la familia por culpa del trabajo. Don Antonio contestaba de forma austera.

La furgoneta de los libros se va sin dejar ni recoger ninguno. Nadie lee ya en el pueblo. Igual que ya nadie oye la radio ni charla en la plaza, frente a la iglesia. Tampoco va nadie a misa desde que el padre Ernesto muriera, siendo yo joven. Sólo estamos Don Antonio y yo y el viejo roble, sonando sus hojas en días de viento. Casi ni las palomas nos visitan. Ni los viejos gatos pasean por los tejados. Eran amigos, aunque a veces los quisiera matar de lo molestos que eran. Ahora los extraño. Mucho.

Doña Elvira me cuidó durante casi veinte años. Éramos más perros en el pueblo, pero poco a poco fueron muriendo. El grandote de Leo nos dejó hace un par de años, dejando vacío ese espacio bajo el banco de la plazoleta. Todos los rincones del pueblo tenían vida cuando fui cachorro y ahora no queda más que silencio y tierra. 

Vienen visitantes de un día, turistas los llama Don Antonio. Charlan con él y a mí me acarician el lomo. Sé que él disfruta cuando vienen; puedo ver sus ojos vidriosos cuando los coches se van después de que les haya contado los avatares del pueblo: los bombardeos de la guerra, las hambrunas, que si comían ratas, el tren que dejó de venir, que si la escuela cerró, que si aquella carretera se hizo muy lejos… 

Ya ni siquiera los veranos son como antes. Cuando los vecinos morían sus hijos, nietos y bisnietos olvidaban al pueblo. En las ciudades tienen tantas cosas que hasta se han quedado con los veranos y las risas de los niños. Se han quedado hasta con las palomas de las plazas. En las ciudades tienen tanto que hasta nos han dejado a los pueblos sin las matemáticas en la escuela.

Creo que a Don Antonio y a mí no nos quedan muchas semanas más que pasar juntos. Cuando el último de nosotros se vaya el pueblo se irá con él. Se irán los gritos en la plaza y los balonazos en la iglesia, o el recuerdo que aún guardamos los que aún seguimos aquí.


Este relato participa en el Concurso de historias de animales de Zenda.

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