Compañía

Mis mañanas comenzaban sin nada de especial: un desayuno potente, poner en orden la casa y echar un vistazo a las noticias. Trataba de recopilar la mayor cantidad posible de información de lo que ocurría fuera de mi casa para poder usarla más tarde. Había aprendido que se me exigía saber de cosas que nunca pensaba que necesitaría. Puesta al día en política nacional, internacional, deportes, sociedad, recetas de cocina y un vistazo rápido al cotilleo. Entonces comenzaba la tarea.

Siempre empezaba con Eloisa porque ella había pedido que fuera temprano. Madrileña, 92 años, muy ágil y lúcida. Que la posguerra fue peor, que menos mal que esto la pilló en casa y que tenía que conocer a su nieta, la que vive en Londres. Estos eran los temas recurrentes en los primeros diez minutos de conversación. A Eloisa le interesaba sobre todo el cine y hablaba del cine clásico, el de su juventud, de los cines de barrio y de cómo se arreglaba para un joven del pueblo del que aún se acordaba 70 años después. Las despedidas con ella duraban otros 10 minutos, siempre con recordatorio final para la nieta de Londres a la que, según sugería Eloisa, podría también llamar.

Un poco antes de la hora de la comida era el momento para don Antonio, 83 años, de Coria, Cáceres. Había sido maestro de escuela, pero siempre quiso ser historiador. Le apasionaba contarme acerca de la gripe del 18, “que la llamaron española porque nos tenían manía”, se esforzaba en aclarar. A los indígenas americanos también los matamos de enfermedades, recordaba de vez en cuando. Pero don Antonio era ante todo un oyente nato. Me pedía que le contara alguna anécdota de mis años de universidad y no paraba de reírse y yo con él. Creo que es al que más le costaba colgar.

Josefa era con la que más costaba contactar y me daba el susto cada tarde, después de la comida. No oía bien y tenía más problemas de movilidad, por eso para ella el confinamiento había sido una oportunidad. Hablaba cada día con alguien, y eso no le pasaba desde que se quedara viuda hacía tres años. Con Josefa aprendí recetas de cocina para momentos de necesidad y a que la vida, decía ella, te regala luz cuando piensas que sólo te queda la oscuridad. 

La última llamada del lunes era para Paco, andaluz y del Atleti se definía. Con 85 años y muchos achaques pero salía cada mañana al huerto. Sus hijos y nietos vivían en la ciudad y también le llamaban, “aunque menos que tú”. En su voz se notaba la soledad y también el miedo, no paraba de apelar a la solidaridad de la gente y de él me llevé un consejo de los que te decides a aplicar desde el día uno: “nunca, en tu vida, dejes a nadie atrás”. 

Me citaba con ellos hasta el jueves deseando poder oírles. Los martes y viernes hablaba con Doña Carmen, Roberto García Correa (siempre se presentaba así), Carlos y Catalina, la única que sabía usar la videollamada. Seguía mi vida entre deporte, series y redes sociales, pensando en dos cosas: la primera en cómo será mi vida cuando acabe esto y algunos no necesiten oír mi voz o yo no pueda llamarles. En cómo les echaré de menos, temiendo que la vuelta a la normalidad les deje atrás y el mundo se pierda sus consejos y los recuerdos de las miradas cómplices, en un cine de verano,  bajo la mirada de James Stewart. La segunda era en que esperaba que Doña Eloisa convenciera a su nieta de que me llamara.

*Este relato participa en el concurso de Historias sobre nuestros héroes de Zenda.
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