Hacia el sur sin elefantes ni pingüinos

Después de nuestro segundo acercamiento al gigante de Nueva Zelanda, nos despertamos la siguiente mañana con la idea en mente de lanzarnos hacia la costa este de la Isla Sur para bajar hasta la costa más meridional del país. Allí nos esperaban algunos de los lugares que más nos habían gustado en la anterior visita, a los que sumaríamos otros que aún no conocíamos. Nuestra ruta de tres semanas por Nueva Zelanda continuaba.

DÍA 16 DE OCTUBRE: DEL MONTE COOK A DUNEDIN


Despertamos aquella mañana de nuevo con un cielo claro e incluso algo caluroso. El plan para este día consistía en recorrer algunos lugares desconocidos para nosotros, así que se antojaba interesante. Uno de esos lugares inéditos eran las carreteras SH83 y SH82, que recorren la margen del río Waitaki casi desde Omarama hasta unos kilómetros al norte de Oamaru, nuestro siguiente destino. Pero antes haríamos parada en una recomendación de un compañero de trabajo: Elephant Rocks.

Se trata de una colina con formaciones rocosas que simulan la silueta de varios elefantes. Tras atravesar las carreteras junto al río y otros lagos, con algunas escenas espectaculares con la luz del sol sobre los árboles de ribera, llegamos al cruce donde el mapa de la AA ubicaba el lugar. Dimos vuelta alrededor del supuesto Elephant Hill, pero allí no había ningún elefante. Desistimos y continuamos el camino por donde vinimos para descubrir que habíamos buscado Elephant Hill cuando debimos buscar Elephant Rocks y el lugar distaba unos kilómetros del lugar en el que andábamos buscando, así que de momento nos quedamos con las ganas. Por suerte el día nos depararía otras piedras más adelante.

Lugar exacto de Elephant Rocks (Elephant Hill está al otro lado del río Waitaki)
Una vez volvimos a ver el Pacífico condujimos hacia el sur. Oamaru es una de las “grandes” ciudades de la Isla Sur de Nueva Zelanda que aún nos faltaba por conocer. A mitad de camino entre Christchurch y Dunedin, es conocida por tres motivos: el primero, por su centro histórico con edificios de estilo victoriano; el segundo, por una colonia (de pago) de pingüinos azules; y el tercero por el arte callejero relacionado con el estilo Steampunk. Nosotros nos centraríamos sobre todo en el primero de ellos, paseando por su centro urbano, con varias naves industriales victorianas ahora reconvertidas la mayor parte de ellas en tiendas de artesanía, anticuarios o alguna panadería con unas pies (pasteles de hojaldre) realmente buenas.

Para comer escogimos el Domino’s y después del café pusimos de nuevo rumbo al sur, hacia los curiosos Moeraki Boulders. Como ya os contamos en un post anterior, estas extrañas piedras redondas son una de las imágenes más reconocidas de Nueva Zelanda. Tras aparcar el coche en el aparcamiento del DOC (recordad, id a este aparcamiento, no al de la cafetería que os intentarán cobrar 2 NZD por acceder a la playa), disfrutamos durante casi dos horas junto a estas piedras. Estuvimos tratando de realizar todo tipo de fotos, aprovechando que el sol iba poco a poco cayendo y la luz en la playa se prestaba a experimentos. Y la verdad es que, aunque ya hayas estado allí, no te cansas de apreciar estas bolas con millones de años de edad. Y de fijarte en si algún turista cae de una de ellas tratando de hacerse una foto.

Ana sobre una de las redondas piedras de la playa de Moeraki
Pasamos la noche en una zona de acampada gratuita al norte de Dunedin, en el Warrington Reserve, preparándonos para volver a pasar el día en nuestra ciudad favorita del país.

DÍA 17 DE OCTUBRE: DE DUNEDIN A JACK’S BAY


Si hiciéramos una encuesta entre todos los viajeros y mochileros en Nueva Zelanda la mayor parte de ellos elegirían Queenstown como la mejor ciudad del país. Otros puede que se quedaran con Wellington y algún despistado con Auckland. Pero para nosotros la única que nos ha transmitido algo ha sido Dunedin. Por eso no dudamos en volver a ella con la tía de Ana y ver que no era sólo cosa nuestra. Llegamos temprano y aparcamos la Jucy en el aparcamiento de trabajadores de la fábrica de chocolate Cadbury, ya que los fines de semana lo habilitan, sobre todo porque junto a él, en el aparcamiento de la estación de trenes se celebra un mercado de esos que a los neozelandeses tanto les gusta. Paseamos por él, compramos algo de pan y vimos un puesto de churros con una enorme bandera española y un toro. Pero nuestra primera parada sería el Museo de los colonos de Dunedin.

La estación de tren de Dunedin
Este museo (gratuito) recoge la historia de Otago y de la ciudad de Dunedin, desde su fundación por colonos escoceses e irlandeses hasta hoy, con un detalle minucioso hasta el punto de aparecer la fecha de llegada y el barco en que arribaron los primeros europeos a la ciudad. Coches de caballos, recreaciones de barcos del siglo XIX, bicicletas antiguas, trajes, ordenadores… Toda la historia que han podido recopilar en un espacio cuidado y tratado con mimo y cariño. Lo repetimos una y mil veces: estos neozelandeses tendrán poca historia (comparada con Europa), pero cómo se encargan de que la disfrutemos los de fuera.

La visita por la ciudad siguió por los puntos básicos: la estación de tren (que según Tripadvisor es el edificio más fotografiado del hemisferio sur), de estilo victoriano y con su característico ladrillo marrón y blanco; la universidad, principalmente el edifico del rectorado, en el mismo estilo que la estación; y cómo no, la calle Baldwin, la más empinada del mundo. Esta vez, al ser más temprano, sí que decidimos subir hasta lo más alto y allí descubrimos varios grafitis pintados en un banco justo en la cima (y sí, una fuente de agua). Desde arriba da incluso algo de vértigo mirar hacia abajo. Ese día volvimos a comer en el Best Café el famoso fish and chips que tanto gusta por aquí para cerciorarnos de que está muy sobrevalorado, de postre tarta de zanahoria y el café diario que la piloto Ana necesita para seguir conduciendo. También entramos en la galería de arte de la ciudad (gratuita). Cuando volvimos al aparcamiento para recoger a la Jucy nos encontramos una nota en el cristal. La palabra “multa” se nos vino a la cabeza a  todos por haber dejado el coche demasiado tiempo. Sin embargo era una nota de alguien amable que nos avisaba de que otro coche había golpeado el nuestro en la parte de atrás y nos dejaba apuntado la matrícula por si teníamos problemas con la empresa Jucy. Teníamos seguro a todo riesgo, así que no habría problemas. O eso pensamos los tres. 

Grafiti en la cima de la calle Baldwin de Dunedin
Nuestra idea era dormir lo más cerca posible del Nugget Point, ya en los Catlins, aunque haríamos una parada antes en la Tunnel Beach, que vimos en el blog de Ana. Esta playa recibe su nombre por un túnel que une dos pequeñas enseñadas junto a acantilados de arena caliza. El viento por estas latitudes pega con tal fuerza que es un espectáculo ver las olas golpear los acantilados y alcanzar decenas de metros en su elevación, agudizado cuando sube la marea. Para llegar a la playa hay que andar unos 40 minutos por una cuesta bastante empinada, de esas que resultan casi igual de lenta la bajada que la subida. Si se tiene tiempo merece hacer el esfuerzo, más aún si coincide un día de pleamar y viento, como fue nuestro caso.


Dos imágenes de la Tunnel Beach
Nuestra última parada estaba reservada para el anochecer en el Nuggets Point, uno de los paisajes más bonitos de Nueva Zelanda (en nuestra humilde opinión). Las rocas surgiendo del mar y el faro que las vigila es una de las postales clásicas del país, un icono que puede servir como punto de inicio o final de los Catlins, uno de los lugares más infravalorados de la Isla Sur. Allí volvimos a oír el rugir de los leones marinos mientras caminaban de roca en roca, a decenas de metros bajo nuestros pies en el final de un escarpado acantilado. Con el sol dándonos sus últimos rayos y el fuerte viento golpeando nuestras caras, disfrutamos los últimos minutos de nuestro día.

El faro y al fondo las piedras que dan nombre al Nuggets Point
Finalmente, carretera hasta volver a dormir en el aparcamiento de la playa de Jack’s Bay, donde una vez más dormimos solos, únicamente la presencia de algún vecino en las casas de alrededor. Pero antes decidimos ponerle emoción a la noche metiendo la caravana en barro y dejándola atrapada en una carretera en mitad de la nada más absoluta y con noche cerrada. Aunque llamamos a la AA para que nos ayudaran, un amable vecino, al vernos a lo lejos tanto tiempo parados, decidió acercarse a ver si podía echarnos una mano. Enganchó una cuerda a su coche y puedo sacarnos del barro. Así son los neozelandeses. El día siguiente lo aprovecharíamos para recorrer los Catlins, disfrutar con los paisajes que crea el viento, tratar de volver a ver los pingüinos amarillos y estar a punto de quedarnos sin gasolina.
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